“Ella era hermosa, hermosa con esa hermosura que inspira el vértigo, hermosa con esa hermosura que no se parece en nada a la que soñamos en los ángeles y que, sin embargo, es sobrenatural; hermosura diabólica, que tal vez presta el demonio a algunos seres para hacerlos sus instrumentos en la tierra.”
Él la amaba, ella era caprichosa. El la encontró un día llorando, y preguntó:
¿Por qué lloras?
Ella se enjugó los ojos, lo miró fijamente, arrojó un suspiro y volvió a llorar. Había asistido esta misma mañana a una misa, y se había encaprichado de un brillante colgante de oro y diamantes
que la Virgen tenía en una de sus manos.
Ella suplicó a su novio que lo que deseaba era una locura, pero necesitaba poseer también entre sus manos tan preciada y costosa joya. El amante estaba loco por complacerla.
-¿Qué Virgen tiene esa presea?
-La del Sagrario murmuró María.
-¡La del Sagrario! -repitió el joven con acento de terror-. ¡La del Sagrario de la Catedral! …
-¡Ah! ¿Por qué no la posee otra Virgen? -prosiguió con acento enérgico y apasionado-. ¿Por qué no la tiene el arzobispo en su mitra, el rey en su corona o el diablo entre sus garras? Yo se la arrancaría para ti, aunque me costase la vida o la condenación. Pero a la Virgen del Sagrario, a nuestra Santa Patrona, yo…, yo, que he nacido en Toledo, ¡imposible, imposible!
¡La Catedral de Toledo! Figuraos un bosque de gigantescas palmeras de granito que al entrelazar sus ramas forman una bóveda colosal y magnífica, bajo la que se guarece y vive, con la vida que le ha prestado, el genio, toda una creación de seres imaginarios y reales.
Figuraos un caos incomprensible de sombra y luz, en donde se mezclan y confunden con las tinieblas de las naves los rayos de colores de las ojivas donde lucha y se pierde con la oscuridad del santuario el fulgor de las lámparas.
Nuestro amante, al final cedió y decidió robar a la Virgen. La catedral estaba sola, completamente sola y sumergida en un silencio profundo. No obstante, de vez en cuando se percibían como unos rumores confusos: chasquidos de madera tal vez, murmullos del viento, o, ¿quién sabe? hizo un esfuerzo para seguir en su camino; llegó a la verja y siguió la primera grada de la capilla mayor.
Alrededor de esta capilla están las tumbas de los reyes, cuyas imágenes de piedra, con la mano en la empuñadura de la espada, parecen velar noche y día por el santuario, a cuya sombra descansan por toda una eternidad. ¡Adelante!, murmuró en voz baja, y quiso andar y no pudo. Parecía que sus pies se habían clavado en el pavimento.
Bajó los ojos, y sus cabellos se erizaron de horror; el suelo de la capilla lo formaban anchas y oscuras losas sepulcrales. Cerró los ojos y continuó como bien pudo.
Se aproximó a la santa estatua y acercó su mano para coger tan preciada joya. Ya la presea estaba en su poder; sus dedos crispados la oprimían con una fuerza sobrenatural; sólo restaba huir, huir con ella; pero para esto era preciso abrir los ojos, y tenía miedo de ver, de ver la imagen, de ver los reyes de las sepulturas, los demonios de las cornisas, los endriagos de los capiteles, las fajas de sombras y los rayos de luz que, semejantes a blancos y gigantescos fantasmas, se movían lentamente en el fondo de las naves, pobladas de rumores temerosos y extraños.
Al fin abrió los ojos, tendió una mirada, y un grito agudo se escapó de sus labios. La catedral estaba llena de estatuas, estatuas que, vestidas con luengos y no vistos ropajes, habían descendido de sus huecos y ocupaban todo el ámbito de la iglesia y lo miraban con sus ojos sin pupila.
Ya no pudo resistir más. Las sienes le latieron con una violencia espantosa; una nube de sangre oscureció sus pupilas; arrojó un segundo grito, un grito desgarrador y sobrehumano, y cayó desvanecido sobre el ara.
Cuando al otro día los dependientes de la iglesia lo encontraron al pie del altar, tenía aún la ajorca de oro entre sus manos, y al verlos aproximarse exclamó con una estridente carcajada:-